No seré nunca una lectora objetiva ni desapasionada, creo que no lo somos nadie en nuestras aficiones, así que no lo soy como lectora entusiasta de Muñoz Molina; creo que si él, y muchos otros, firmaran la guía telefónica sería capaz de leerla. El discurso con el que agradeció el Premio me parece muy bueno, por eso lo reproduzco aquí, para que os sea fácil localizarlo si en algún momento queréis disfrutar de su bien elaborado pensamiento y de su excelente redacción, en román paladino, como mandan los cánones. Lo he copiado de la edición digital del diario asturiano La Nueva España
Discurso de Antonio Muñoz Molina, Premio
Príncipe de Asturias de las Letras:
Ceremonia
de entrega de los
Premios
Príncipe de Asturias 2013
INTERVENCIÓN
DEL
SR.
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Premio
Príncipe de Asturias de las Letras
Oviedo,
25 de octubre de 2013
Escribir
empieza siendo casi siempre un sueño o un capricho o una vocación imaginaria.
Pero el sueño, el deseo, el capricho, no llegan a cuajar en nada si no se
convierte en un oficio. Un oficio, cualquier oficio, requiere una inclinación
poderosa y un largo aprendizaje. Un oficio es una tarea que unas veces resulta
agotadora o tediosa por la paciencia y el esfuerzo sostenido que exige, pero
que también depara, cuando las cosas salen bien, momentos de plenitud, y
permite entonces la recompensa de un descanso que es más placentero porque se
siente bien ganado, al menos hasta cierto punto. Digo hasta cierto punto porque
todo el que se dedica plenamente a un oficio sabe que siempre hay una distancia
grande entre las mejores posibilidades de un proyecto y su realización, igual
que hay descubrimientos con los que no se contaba. Un oficio es una tarea
práctica: uno hace algo que le gusta y que a costa de aprendizaje y empeño ha
logrado hacer con cierta garantía de solvencia, pero no lo hace para sí mismo,
por mucho que esa tarea la haga a solas y que en el simple hecho de llevarla a
cabo haya una satisfacción privada. El resultado que se obtiene de ella alcanza
una existencia objetiva, independiente de quien la realizó, y pasa a integrarse
beneficiosamente en las vidas de sus destinatarios: un instrumento musical o
una partitura, una herramienta, una mesa, una historia, un cuaderno, un cuadro,
un cuenco de barro, una fotografía, un hallazgo científico, un paso de danza,
la cura de una enfermedad, un prodigio deportivo, un plato bien cocinado, una
pirámide de alcachofas en el escaparate de una frutería.
Hay
algunas singularidades en el oficio de escribir, como las hay en cualquier
otro. La primera es que la necesidad humana que satisface es una de las más
intangibles, aunque también una de las más universales: la de saber historias y
la de contarlas, es decir, dar una forma inteligible al mundo mendiante las
palabras. Una historia, de ficción o no, propone un modelo universal de un
cierto campo de la experiencia a partir de la observación de los datos
particulares de la vida. Del mismo modo actúa el científico, elaborando modelos
teóricos derivados de la observación y la experimentación, que sirvan,
doblemente, para explicar y predecir. En las sociedades primitivas o antiguas
el mito es el modelo de explicación y predicción de los comportamientos
humanos. Nuestra variedad moderna del mito es la ficción, en todas sus
variedades, desde las más banales, más toscas, más comerciales y efímeras,
hasta las más hondas y exigentes, desde la telenovela y el videojuego a Don
Quijote o Moby-Dick o a un cuento de mi querida Alice Munro.
Nos
dedicamos, pues, a un oficio más antiguo y más útil de lo que parece. También a
un oficio mucho más incierto. Porque en él, y esta es su segunda singularidad,
la experiencia no ofrece ninguna garantía, y puede haber una divergencia
escandalosa entre el mérito y el reconocimiento.
Quien
escribe sabe que ha de dedicar a su oficio tantas horas y tantos años como un
artesano al suyo, y que sin esa dedicación no logrará completar nada de valor.
Pero también sabe que la entrega, por sí misma, no garantiza la calidad del
resultado, porque la experiencia y la dedicación pueden conducirlo al
amaneramiento anquilosado y a la parodia de sí mismo. Y también sabe que lo
mejor unas veces es reconocido de inmediato y otras veces es ignorado, y que lo
que parecía mejor a veces se desmorona al cabo de muy poco tiempo, y que una
extraña justicia tardía alumbra mucho tiempo después, sin compensación posible,
al talento verdadero que no brilló en vida.
El
desaliento ante las incertidumbres del oficio se acentúa más en tiempos de
incertidumbres tan amargas como estos. Es difícil hablar de la perseverancia y
el gusto del trabajo en un país en el que tantos millones de personas carecen
angustiosamente de él. Es casi frívolo divagar sobre la falta de
correspondencia entre el mérito y el éxito en literatura en un mundo donde los
que trabajan ven menguados sus salarios mientras los más pudientes aumentan
obscenamente sus beneficios, en un país asolado por una crisis cuyos
responsables quedan impunes mientras sus víctimas no reciben justicia, donde la
rectitud y la tarea bien hecha tantas veces cuentan menos que la trampa o la
conexión clientelar; un país donde las formas más contemporáneas de demagogia
han reverdecido el antiguo desprecio por el trabajo intelectual y conocimiento.
Aun
así, y dejando las responsabilidades de la ciudadanía en el lugar que les
corresponde, el único remedio aceptable que conozco contra el desaliento del
oficio es el oficio mismo. Escribir poniendo artesanalmente en cada palabra los
cinco sentidos. Escribir sin concederse la menor indulgencia. Escribir
aceptando y disfrutando la soledad y agradeciendo el entramado de otros oficios
fundamentales que lo convierten en uno de los oficios menos solitarios y más
colectivos del mundo, como es solitario y colectivo el del músico y el del
científico; agradeciendo el oficio del editor, del corrector de pruebas, del
traductor, del librero, del crítico, el de otros escritores de los que uno
aprende admirándolos, el oficio del que enseña a leer y del que trasmite en un
aula el amor por la literatura; agradeciendo el oficio más placentero de todos,
que es el del lector. Escribir con el miedo a no tener lectores y con el miedo
a perderlos, sobreponiéndose lo mismo a los elogios que a las heridas. Escribir
porque a pesar de todas las negaciones y las imposibilidades la escritura, como
cualquier oficio, es sobre todo un acto de afirmación. Escribir porque sí.
En
1981 se entregaron por primera vez estos premios y vuestra alteza presidió en
ellos su primer acto público. Aún se vivía entonces bajo el trauma sombrío y
reciente de una tentativa de golpe de estado. En su discurso de agradecimiento,
el poeta José Hierro aludió con alegría y alivio, pero también con plena
conciencia del peligro, al aire de libertad que respiramos. Ese aire, a pesar
de todos los pesares, lo seguimos respirando 32 años después, que constituyen
el período más largo de libertad que se ha conocido en la historia entera de
nuestro país. Es importante recordar estas cosas ahora, cuando el porvenir
parece en muchas cosas tan incierto como entonces. En este tiempo se ha hecho
adulta la generación entera que nacía por entonces, que es la de mis hijos. Sus
vidas son ya más difíciles de lo que imaginábamos hace sólo unos años, pero es
importante recordar que también aquellos tiempos de 1981 nos parecían
amenazadores cuando nosotros los vivíamos. Y sin embargo no hemos dejado de
respirar el aire de libertad que celebraba José Hierro. Sin esa respiración no
habría sido posible la generación literaria a la que yo pertenezco. Incluso nos
hemos acostumbrado tanto a ella que corremos el peligro de no saber ya
apreciarla. Es nuestra responsabilidad salvar lo que ganamos gracias a que
muchas personas hicieron y hacen bien sus oficios, privados y públicos; y
también reflexionar con urgencia sobre todos los errores, todas las inercias y
descuidos que necesitamos corregir. En esa tarea los oficios de las palabras
podrán ser más útiles que nunca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario