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Ramón J. Sender |
CONTEXTO HISTÓRICO Y LITERARIO DE LA OBRA
El final de la Guerra Civil con la victoria
del general Franco dio paso al largo periodo que conocemos como franquismo (1939-1975). Con el tiempo,
las restricciones y limitaciones impuestas por el régimen de Franco en la
primera posguerra darían paso a una mayor apertura, hasta llegar, en los últimos años del franquismo, a un periodo en el que, sin
libertades políticas todavía, el arte y la literatura pudieron desarrollarse
con cierta normalidad, si exceptuamos lo tocante al sexo y a la ideología
política, dos aspectos especialmente vigilados y perseguidos por el régimen
hasta el último momento.
Pero en la inmediata posguerra, los
difíciles años cuarenta y primeros cincuenta, la novela española, como las
demás manifestaciones de la cultura del país, tuvo que enfrentarse a las
consecuencias negativas de la Guerra Civil. En lo político, se inició un
terrible proceso de represión; en lo económico, hubo que enfrentarse al hambre
y a las privaciones, no solo a causa de la propia guerra sino también por la
autarquía del régimen, que imposibilita la recuperación del país y su
modernización, además de condenar a la penuria a una buena parte de la
población. En lo relativo a la cultura, todo se vio dominado por las consignas
oficiales, el patriotismo más rancio y la religión católica, dado que la
Iglesia Católica ha legitimado al régimen desde el momento del alzamiento. La
censura es implacable con la prensa y con toda manifestación artística y,
también, con la novela. Todo pasa antes de darse a conocer al público por un
censor gubernativo y otro eclesiástico que expurgan o prohíben determinadas
obras. Además se puede hablar también de una censura interna, que lleva a los
escritores a autocensurar sus propias
obras por el miedo a las posibles represalias del régimen. El conjunto de la
situación dificultó enormemente el
desarrollo de la vida intelectual y, más en concreto, de la literaria.
El conflicto supuso, pues, un profundo
corte en la evolución cultural. El régimen de Franco se empeñó en forjar una
nueva cultura española radicalmente diferenciada de la anterior, para ellos indiscutiblemente
asociada a la República. En el caso de la novela, este corte se acentúa por la
conjunción de una serie de factores:
- La muerte de algunos
de los grandes modelos de la novela española anterior (Unamuno, Valle-Inclán).
- El exilio
obligado de otros autores que habían comenzado a destacar antes del
conflicto: Max Aub, Francisco Ayala,
Ramón J. Sender, etc.
- Las nuevas
circunstancias políticas y la censura mediatizan la continuación de las tendencias novelísticas dominantes antes
de la guerra, como la novela de corte social (prohibida por las posibles
connotaciones políticas) y la novela deshumanizada y vanguardista (vistas
con recelo pues se asociaban a escritores marcadamente republicanos).
- La férrea
censura se muestra encarnizada no solo con los escritores españoles, sino
también con los extranjeros, especialmente con los que han procedido en
los últimos decenios a la renovación de la novela en todo el mundo (Joyce, Proust, Kafka…), que serán
prohibidos igualmente, por la cerrazón mostrada ante cualquier novedad,
vista siempre como sospechosa.
- Como
consecuencia de todo lo anterior, se impulsa oficialmente la traducción de
novelas insulsas e irrelevantes, que triunfan en España mientras se ignora
a las novelas más importantes.
Por todo ello, la novela española en la posguerra
debe, prácticamente, comenzar de nuevo. Los novelistas de estos primeros años tendrán
que buscar un nuevo camino, y esa búsqueda de un nuevo camino implicará que nos
encontremos en la década de los 40 con la coexistencia de múltiples tendencias
novelísticas.
Para empezar es inevitable distinguir la
novela que se desarrolla dentro del país de la que, en el exilio, escriben los
numerosos autores que salieron de España tras el conflicto ─ a los que J. Bergamín, uno de los exiliados,
denominó "la España peregrina"─.
Esto afectó, por supuesto, a todas las artes y manifestaciones de la cultura
nacional pero, en el caso de la novela alcanza una dimensión notable.
La novela del
interior.
Dentro del país, la novela de los años 40 volvía a moverse en los terrenos del
realismo. Sus autores principales pertenecen, por edad, a lo que podríamos
llamar generación del 36. A ella pertenecen autores como C. J. Cela, G. Torrente Ballester, M. Delibes,
J. M. Gironella, C. Laforet, I. Agustí, L.
Romero, etc. Rota la relación con las tendencias novelísticas anteriores
a la Guerra y aislados de la evolución que sigue la novela occidental, los
escritores del interior buscan un punto de arranque en la tradición realista
española. Pero esta orientación realista los lleva en corrientes diversas y con
ciertas peculiaridades. Conviene distinguir, al menos, dos grandes líneas:
o
Una novela triunfalista, de
filiación falangista, que defiende las nuevas circunstancias políticas del
país. Esta novela defiende los valores tradicionales (Dios, Patria, Familia) y
justifica la Guerra Civil y sus consecuencias, culpando de las mismas al bando
perdedor. Es lo que hacen, por ejemplo, Agustín
de Foxá en Madrid, de corte a
checa y García Serrano en La fiel infantería.

o
Una
serie de tendencias que, sin que encontremos en ellas una crítica o denuncia
directa (para eso habrá que esperar a los años cincuenta), presentan una visión
del mundo más desarraigada o
existencial. Temáticamente, estas novelas girarán en torno a la amargura de las
vidas cotidianas, la soledad, la inadaptación, la muerte y la frustración. Las
causas de esta amargura vital se encuentran en la sociedad de la España de los
años cuarenta, marcada por la pobreza, la incultura, la violencia, la
persecución política, la falta de libertades... Entre ellas podemos destacan
por su trascendencia dos corrientes:
o El llamado tremendismo, iniciado por Camilo José Cela con La familia de Pascual Duarte en el año
1942, el relato autobiográfico de un condenado a muerte que trata de explicar
sus crímenes como consecuencia del primitivismo y la brutalidad que determinaron
su vida. Su éxito atrajo a muchos continuadores que explotaron historias que
nos retratan un mundo y unos personajes dominados por la violencia y por la
miseria y escritas con un estilo bronco. Por su fuerza expresiva, se puede
considerar a la obra de Cela como
la primera señal de renovación de la novela de posguerra.
o Una novela
existencial, que se inicia con la novela Nada
de Carmen Laforet en 1945, y continúa
en 1948 con La sombra del ciprés es
alargada de Miguel Delibes y con
Gonzalo Torrente Ballester y su Javier Mariño. Nada será la primera obra que refleja la vida de miseria de la
posguerra en el ámbito urbano..
Técnicamente, todas las novelas de este
periodo se caracterizan por su sencillez y tradicionalidad: es general la narración
cronológica lineal, con ausencia de
saltos temporales y el empleo del narrador en tercera persona.

Son los novelistas más jóvenes quienes
llevan a cabo la renovación, pero lo harán ayudados o siguiendo el ejemplo de algunos
de los novelistas anteriores, como Cela,
Delibes o Torrente Ballester
que evolucionan. Del primero de ellos es La
colmena, la novela emblemática de la década, tejida con las historias
entrecruzadas de varios personajes que frecuentan un café madrileño y que
reflejan la amarga existencia cotidiana en la ciudad de Madrid. La censura
rechazó la primera versión de la obra que hubo de ser publicada en Argentina
varios años más tarde. Pero su renovación formal es mucho más relevante que su
valor como denuncia.
También renovadora es La noria de L. Romero.
Si estas novelas presentan la vida de la gran ciudad, las novelas de estos años
de M. Delibes muestran la vida en
el campo o en la ciudad de provincias. Así ocurre con Las ratas o El camino.
En la segunda mitad de esta década se
produce la aparición y rápida consagración de
otra generación de novelistas, que vivieron la guerra en su infancia y
sufrieron, por tanto, todas las restricciones de la posguerra en su formación.
Muchos de estos escritores denunciaron el atraso político, social y cultural
del país, desde una óptica que podemos denominar neorrealismo y desde otra, más escorada hacia la denuncia, a la que
se denomina realismo social. Este
propósito crítico lastró la obra de algunos de ellos, demasiado pendientes de
la labor de denuncia y poco atentos a la calidad literaria. Pero algunos
supieron aunar el compromiso del escritor con la sociedad de su tiempo y la
calidad artística, dando lugar a obras notables, entre las que están algunas de
las mejores novelas españolas del siglo. Es el caso de El Jarama de R.
Sánchez-Ferlosio, Gran Sol de I. Aldecoa, Los bravos, de J. Fernández
Santos, Entre visillos de Carmen Martín Gaite, etc.

Los escritores proceden a experimentar con todos
los elementos de la narración (fragmentación del relato, ruptura de la
secuencia cronológica, investigación sobre las posibilidades del narrador,
novedosa presentación del diálogo, uso del monólogo interior…), impulsados por
las traducciones de los grandes renovadores de la novela en el mundo y con la
influencia creciente de los escritores hispanoamericanos que darán lugar a lo
que se conoció como el Boom hispanoamericano: M. Vargas Llosa, Mújica Laínez, J. Cortázar, j.
Rulfo, G. García Márquez, J. L. Borges, etc.
La excelente Tiempo de silencio de L.
Martín Santos es el revulsivo que la novela española necesitaba y su
ejemplo es seguido por veteranos que
se ponen al día (G. Torrente Ballester con La saga / fuga de JB, M. Delibes
con Cinco horas con Mario, C. J. Cela
con Oficio de tinieblas 5) y autores
de la generación anterior que también renuevan su estilo (J. Goytisolo con Señas
de identidad, Juan Benet con Volverás a Región, J. Marsé con Últimas
tardes con Teresa, etc.).
La novela del
exilio
El drama de los escritores del exilio es
que tuvieron que renunciar a sus lectores naturales, pues sus obras no fueron
conocidas en el interior del país hasta muchos años después, y solo en el caso
de los escritores más famosos. Además, su situación los condenó al permanente
recuerdo de la patria perdida y a la evocación
constante de la Guerra Civil. Entre los casi cien novelistas de la España del
exilio hay una docena de autores de importancia, y a ellos pertenecen varios de
los títulos más importantes del periodo. Sin embargo, entre ellos no hay
uniformidad debido a la diferencia de edades, planteamientos narrativos,
evoluciones personales de cada uno, etc. Se pueden establecer al menos dos
grandes grupos: los novelistas que ya habían empezado su obra narrativa antes
de la guerra y aquellos que la inician después de 1939.
Entre los primeros se pueden distinguir, a
su vez, dos grupos: los que antes del conflicto desarrollaron una novelística
social y de tendencia realista (cuyo representante más señalado es Ramón J. Sender, del que hablaremos más
en profundidad más tarde) y los que optaron antes de la Guerra por una novela
más vanguardista e intelectual. Entre los autores pertenecientes a este segundo
grupo destacan los nombres de Rosa
Chacel, Max Aub y Francisco Ayala, muy relacionados antes de 1936 con la
estética de la deshumanización del arte
impulsada por Ortega y Gasset. Los
tres desarrollan la mejor parte de su obra después de la guerra y son autores,
además de una amplia obra en otros géneros, de algunas novelas importantes: Muertes de perro y El fondo del vaso, de Ayala;
la serie El laberinto mágico, formada
por seis novelas, de Max Aub y Memorias de Leticia Valle y Barrio de Maravillas, de R. Chacel.
Evidentemente, después de la Guerra, cada
autor seguirá su propia evolución y autores que antes habían seguido una
corriente determinada, en el exilio desarrollarán una obra dentro del
planteamiento opuesto.
De los muchos novelistas que iniciaron su
obra novelesca ya en el exilio, una vez terminada la Guerra Civil, se pueden
destacar los nombres de Manuel Andújar
(autor de la serie de novelas titulada
Lares y penares) y Arturo Barea,
autor de la trilogía La forja de un
rebelde, escrita en español pero publicada antes en inglés.
A partir de los años 60 carece ya de
sentido seguir hablando de narrativa del
exilio, porque a partir de esa fecha algunos autores vuelven al país, otros
dejan de escribir o publicar y otros, finalmente, empiezan a ser integrados en
la vida cultural española aun manteniendo su residencia en el extranjero, como
es el caso de Ramón J. Sender.
RAMÓN J. SENDER.
La vida de
Ramón J. Sender, nacido en 1901, está llena de peripecias, derivadas,
primero, de su mala relación con su padre, lo que le llevó a buscarse la vida
en el periodismo ya con 14 o 15 años y, poco después, con solo 17 años, a una
precipitada huida a Madrid, donde llegó a vivir en la calle. Reclamado otra vez
por su familia, volvió a su Aragón natal y compaginó el periodismo con la
actividad política dentro de grupos revolucionarios, actividad que, después de
luchar durante dos años en la Guerra de Marruecos, lo llevaría a la cárcel
durante la dictadura de Primo de Rivera.
En esos años comienza su obra literaria, al
principio marcadamente política y revolucionaria, que alterna con una actividad
política que oscila entre el anarquismo (del que criticaba su escasa organización)
y el comunismo, del que finalmente se alejará (hasta el punto de que se puede
afirmar que su oposición al comunismo fue tan enconada durante su vida como la
que mantuvo ante el general Franco). Al iniciarse la Guerra Civil, su mujer se
refugia con su familia mientras él se incorpora como miliciano al ejército de
la República y participa en la contienda durante un tiempo, dedicándose
posteriormente a defender la causa republicana en el exterior por diferentes
medios, especialmente la elaboración en Francia de una revista, "La voz de Madrid". Tanto la mujer
como el hermano del escritor fueron ejecutados por los Nacionales. Cuando Barcelona
cae en poder de Franco, Sender emprende
el exilio con sus dos hijos, estableciéndose primero en México y luego en EE.
UU., donde se dedicó a la enseñanza de la Literatura en diversas universidades.

Su producción literaria es enorme en todos
los géneros (teatro, poesía, ensayo, colecciones de artículos, cuentos, etc.),
si bien destaca en la novela. Su época de mayor interés es la que va de 1939 a
los primeros años sesenta. En estos años, como hizo antes y también después,
escribió decenas de novelas de diferente tipo y calidad irregular.
Resulta difícil por su cantidad y su variedad clasificar esta
obra tan enorme. Se pueden destacar una serie de líneas maestras que siguen sus
novelas. Una de ellas sería la línea autobiográfica, presente en momentos puntuales
en muchas de sus novelas, pero que en la
que sin duda destaca su gran serie Crónicas
del alba, formada por nueve novelas en las que mezcla autobiografía y
ficción. Otra línea estaría relacionada con su interés por la novela histórica,
tanto la basada en acontecimientos del pasado reciente (Mr. Witt en el cantón) como las que se desarrollan en el pasado más
lejano (La aventura equinoccial de Lope
de Aguirre). Sender mostró
también durante toda su carrera una gran predilección por una narrativa de tipo
alegórico, con diversa intención (satírica, filosófica, poética…). A esta
tercera corriente de su novelística pertenecen títulos como El rey y la reina o Epitalamio del prieto Trinidad. La última línea importante en su
producción narrativa es la que se desarrolla dentro de un realismo con
implicaciones sociales. A esta línea pertenecen Imán, su primera novela, y su obra hoy más recordada, Réquiem por un campesino español.
RÉQUIEM
POR UN CAMPESINO ESPAÑOL
Esta novelita fue publicada en primer lugar
en 1952 con el título de Mosén Millán,
que fue convertido en el actual Réquiem
por un campesino español en la edición bilingüe para EE. UU. de 1960 porque
el original carecía de sentido para el público norteamericano. Obtuvo un gran
éxito desde el principio, convirtiéndose en el libro español más traducido en
el mundo después de El Quijote. En
España no pudo ser publicada, sin embargo, hasta 1974.
Es una novela muy breve y, aparentemente,
sencilla. Su primer título se relaciona con el hecho indudable de que Mosén
Millán es el eje sobre el que se construye la narración. Se trata de un
cura que espera en la sacristía a que
llegue la gente a la misa de réquiem que va a celebrar por un vecino del pueblo
muerto un año antes. Durante la espera, el cura recuerda la vida del fallecido,
Paco el del molino, con quien estuvo muy unido y al que, sin embargo, traicionó
y llevó a la muerte, fusilado sin juicio en los años de la Guerra Civil. Los
recuerdos se mezclan con el remordimiento del sacerdote, llevando la novela
hacia un final amargo: nadie acude al
funeral de Paco, a quien en vida todos los vecinos apreciaban, salvo los tres
ricos del pueblo que fueron los que instigaron su captura y asesinato.
Temas de la obra
La novela admite diversos niveles de lectura,
y en cada uno de ellos el tema es uno distinto. La primera lectura nos presenta
la historia de un conflicto ético, que gira en torno al tema de la dignidad del hombre. La novela se presenta como el intenso examen de
conciencia de Mosén Millán tras el que espera recibir el perdón de sus pecados,
provocados por su actuación cobarde e indigna, que contrasta con la actitud intachable
y digna en todo momento mostrada por Paco. La paradoja es que esta vez no son
los feligreses quienes reciben el perdón por parte del sacerdote, sino éste
quien espera de ellos su redención. El remordimiento no obtiene su fruto,
puesto que el perdón no le es concedido, ya que ningún vecino de la aldea
asiste finalmente a la misa de réquiem.
Como el ser humano individual se convierte
necesariamente en un ser social por su relación con sus semejantes, la dignidad
humana se aborda también desde una perspectiva social. Hay, así, una intención
de darle un carácter universal a la obra, puesto que la historia individual se
transforma en una parábola moral con un alcance mucho más amplio. El tema se
convierte así ahora en la justicia
social. En este plano encontramos una representación algo esquemática y
maniquea de la vida social, pues los desheredados son inocentes y buenos y los
terratenientes son injustos y violentos.
La vida campesina se nos presenta mediante una
especie de cuadro costumbrista del “territorio mítico aragonés” creado por el
autor. Esta representación de la vida rural española reproduce la realidad
social del caciquismo y el atraso de la vida en el campo y responde a una
característica común a varios escritores del exilio: una visión idealizada de la patria perdida. Se opone la cultura
popular ancestral (espontánea, alegre y primitiva) a la estructura social que
imponen las clases dominantes y represoras (los terratenientes, la Iglesia); de
hecho, la aparente convivencia del principio de la novela se ve truncada en el
momento en que los humildes se liberan y tratan de salir de su estado de
sumisión. En este contexto antropológico es importante observar el conflicto
entre Mosén Millán y la Jerónima. Mosén Millán representa un elemento de orden,
de respeto por lo establecido, mientras que la Jerónima es un ejemplo de un
modo de vivir ancestral y primitivo, una especie de anti-sistema. Cada uno de ellos tiene su propio feudo, al que el otro nunca se acerca,
en el que ejercen de sacerdote y sacerdotisa, con sus fieles y su público: la
iglesia es el dominio del cura y el carasol y el lavadero lo son de la
Jerónima. Ambos manifiestan su desprecio por el espacio del otro. El carasol
desempeña, además, una función de periódico oral, en una sociedad en la que
mucha gente era analfabeta. Hasta cierto punto, ese refugio de mujeres
representa la supervivencia del poder matriarcal de tantas comunidades
antiguas.
La actitud social de Sender es, en todas sus obras, de
compromiso con los de abajo, con las víctimas de la injusticia. Pero, como las cuestiones sociales se hallan
mediatizadas necesariamente por la política, el autor no puede dejar de rozarse
con ella en varias de sus obras. La inicial narrativa de "combate" del
autor deja paso en Réquiem… a otra
menos politizada, en la que podemos percibir una cierta visión del mundo pero
no una ideología doctrinaria concreta. Tenemos entonces una tercera lectura, de
claro contenido político. El tema central es, en esta última lectura, la Guerra Civil Española. La recurrencia
de este tema es algo común a todos los escritores del exilio. La misa de
réquiem se sitúa en el año 1937, uno después del comienzo de la guerra. No
obstante, la referencia histórica a ella es oblicua y elusiva pues el conflicto
en sí está prácticamente ausente del relato (solo se hacen dos menciones
explícitas a él). Sin embargo, cualquier lector mínimamente avezado es capaz de
percibir esta lectura "política" de la novela, de carácter alegórico,
en la que no es difícil ver en la vida y la muerte de Paco una representación
simbólica de la Guerra Civil Española, de sus causas, de los elementos
principales del conflicto y de sus
consecuencias: cuando el pueblo español (Paco) empieza a ser consciente de las
injusticias en España (la aldea), decide tomar parte en la política para
conseguir un reparto más justo de la riqueza (el advenimiento de la II
República). Este hecho asusta a los ricos de toda la vida (D. Gumersindo y D.
Valeriano) así como a la burguesía adinerada (el señor Cástulo) y a la Iglesia
española (Mosén Millán), que temen perder sus privilegios. El conflicto estalla
cuando el pueblo (Paco) decide llevar a cabo la reforma agraria (dejar de pagar
las rentas por las tierras al Duque). Es entones cuando estalla la Guerra Civil
(lo señoritos de la ciudad toman el pueblo) y la instauración de Franco (D.
Valeriano) como dictador (alcalde). Bajo el gobierno de Franco comienza un
reinado de terror: el librepensamiento (el zapatero) es asesinado, la ciencia y
la cultura (el médico), encarcelados; la libertad de expresión (el carasol),
acallada; el pueblo (Paco) asesinado con la connivencia de la Iglesia (Mosén
Millán) que ampara la barbarie, traicionando al pueblo (Paco).
No es difícil percibir, en esta lectura, un
marcado anticlericalismo en la obra,
que para algunos supone otro tema importante en la novela. El anticlericalismo
resulta más patente aún si nos fijamos en el paralelismo que se establece entre
la muerte de Paco y la de Jesucristo, paralelismo que se explica en el apartado
siguiente, al examinar el personaje de Paco. La lectura es, así, muy
significativa: la institución de la Iglesia (Mosén Millán) traiciona a Jesús
(Paco) por situarse del lado de los poderosos.
Por último, podríamos señalar la existencia
de un tema transversal, que se materializa en forma de referencias a la vida del autor. Muchas de sus
novelas contienen episodios más o menos autobiográficos y en otras lo
autobiográfico es el elemento esencial. En Réquiem…,
el capítulo de la visita a la cueva tiene un reconocido carácter
autobiográfico. Además, resulta evidente cierto paralelismo entre las
circunstancias de la muerte de Paco con las de la muerte del hermano del autor:
tenían aproximadamente la misma edad al morir, ambos fueron asesinados sin
juicio previo, ambos habían sido concejal o alcalde en la República y ambos se
habían casado poco tiempo antes. Algunos críticos llegan a ver en todo esto una
cuarta posible lectura de la novela, vista así como un homenaje a su hermano
Manuel, mediante una especie de biografía literaturizada.
Personajes de la
obra
En general, se puede afirmar que la técnica
con la que se nos presenta a los personajes es impresionista: no hay una
descripción precisa y completa de ellos, sino más bien una visión fragmentaria, formada por diversas escenas. Las breves
dimensiones de la novela no permiten, ciertamente, una caracterización
minuciosa de los personajes.
Mosén Millán: Al ser el
personaje a través del cual el narrador nos traslada los acontecimientos, Mosén
Millán es el único personaje que aparece interiorizado: conocemos sus
pensamientos y sentimientos frente al resto de personajes, de los que sólo
recibimos información por sus actos. De hecho la novela es prácticamente un
examen de conciencia de este hombre. Su relación con Paco se define por un
vaivén que va de la cercanía (bautizo, niñez, boda y muerte) a la distancia
(mocedad y cambio político). En cuanto a su personalidad, se nos presenta como
un hombre pasivo, cobarde, débil y
superado por las circunstancias, que se debate en un conflicto moral entre sus
deberes sacerdotales y sus deberes humanos, lo que le provocará un fuerte
sentimiento de culpabilidad que sólo es consolado mediante la apelación a sus
obligaciones religiosas. No se cuestiona nada de lo aceptado o tradicional. Todo
esto le lleva a la soledad y el abandono cuando el pueblo le da la espalda al
verlo convertido en un instrumento del poder. La inasistencia a la misa es la
declaración de condena unánime del pueblo, pues para él, la misa era la ocasión
de recibir la redención por su pecado. Su único alivio final es negarse a que
le paguen la misa de réquiem. Es un personaje de espacios cerrados, siempre
recluido en su iglesia.
Paco: No se hace una descripción
física de él, sino que se atiende preferentemente a su personalidad osada y
vehemente. Tiene una psicología sencilla, es sincero, valiente, independiente y
es la antítesis de Mosén Millán: mientras el cura cree que no se puede hacer
nada para cambiar las cosas, Paco cree que las cosas se pueden y se deben
cambiar. Su actividad política se ve alentada más por un impulso elemental de
búsqueda de justicia y defensa de la dignidad del prójimo, que por unas
convicciones ideológicas o doctrinales profundas. Representa también las
figuras de héroe y de víctima. Héroe porque se convierte en leyenda a través
del romance, y víctima porque su muerte tiene la función simbólica de
representar el destino desesperado de
todo el pueblo. Como con los héroes clásicos, ya desde un principio conocemos
su destino trágico, y los recuerdos del cura nos irán mostrando una vida
cargada de fatalismo mediante varias premoniciones o señales de su fin trágico,
siempre relacionadas con el cura: el episodio del amuleto, el de la
extremaunción o el de la boda. Se aprecia fácilmente cierto paralelismo entre
su muerte y la de Cristo, pues los dos son víctimas de una delación, mueren en
compañía de otras dos personas y son ejecutados por un centurión. Sin embargo,
la gran diferencia es que la muerte de Paco no redime a su pueblo. El
paralelismo es evidente con las palabras del cura justo antes del asesinato de
Paco: "A veces, hijo mío, Dios
permite que muera un inocente. Lo permitió con su propio Hijo, que era más
inocente que vosotros tres."
Resto de
personajes:
En todo el conjunto hay un componente folclórico. La Jerónima encarna el
espíritu ancestral y supersticioso y con sus habladurías agita la apacible vida
de la aldea. Muestra su elemento cómico
en la relación con el zapatero. Éste representa el espíritu inconformista y
escéptico y funciona como portavoz que anticipa los cambios políticos. El
médico se corresponde con el espíritu racional e ilustrado. La familia de Paco
no tiene especial relevancia en la novela, aunque se puede mencionar al padre
por el papel que tiene de modelo vital de su hijo (especialmente por los comentarios
tras el episodio de la cueva).
Los ricos son los agentes de la represalia:
Don Cástulo es un oportunista que se limita a estar a bien con el poder y que
basa su fuerza en la tenencia de un coche, símbolo de riqueza (y que
significativamente, lo mismo cede para el viaje de novios de Paco que para su
ejecución). Don Valeriano es el principal responsable de la barbarie que se
produce en el pueblo y muestra su hipocresía al principio de la obra, mientras
que Don Gumersindo se limita a ser un comparsa del anterior. El Duque, más que
un personaje es una referencia social.
También podemos hablar de algunos personajes
colectivos. Podemos señalar como tales a las mujeres del lavadero y del carasol,
que tiene una función de conciencia del pueblo y memoria colectiva, algo
equivalente a la función del coro en la tragedia clásica; a los señoritos o pijaítos, que traen la violencia y la
muerte al pueblo, y al conjunto de los campesinos del pueblo.
Finalmente, podemos hablar de un personaje
simbólico, el potro de Paco, que al principio desencadena los recuerdos de
Mosén Millán y al final se muestra como recuerdo vivo de su amo, como símbolo
de la supervivencia de esa España que Paco representaba.
Técnica narrativa
de la obra
Uno de los grandes aciertos de la obra
estriba en la forma de contar la historia.
La voz narrativa se
corresponde con la tercera persona del singular. La historia es relatada por un
narrador omnisciente, que posee un conocimiento total de los personajes (nos
descubre sus pensamientos y sentimientos).
El punto de vista, sin embargo, es complejo
y combina varias perspectivas. En realidad, nos encontramos ante dos historias
que se cuentan intercaladas. Por una
parte, nos encontramos ante el breve espacio de tiempo en el que Mosén Millán espera en la sacristía a que
lleguen los vecinos y familiares de Paco a la misa. Por otro lado, tenemos la historia de la vida y la muerte de
Paco, o mejor dicho, de los recuerdos que tiene el cura de esa historia, pues
esa historia se nos narra en forma de escenas sueltas que le vienen a la
memoria al cura mientras espera para la misa. Esta segunda historia es narrada,
técnicamente, por el mismo narrador,
pero lo hace desde la perspectiva del cura, tomando la forma de recuerdos del
sacerdote. Esta perspectiva no se respeta escrupulosamente ya que se mantiene
la tercera persona y el narrador omnisciente relata episodios de la vida de
Paco que el cura no podía conocer, como la entrevista con D. Valeriano, o se
introduce en el pensamiento de Paco.
Aún podemos hablar de una tercera línea
narrativa que es el romance anónimo que, sobre la muerte de Paco, va recitando
fragmentariamente el monaguillo. El romance cumple la doble función de dar
entrada a una nueva voz narrativa, distinta de la del cura y de la del propio
narrador, que representa la voz de la aldea, la voz del pueblo y, además,
adelantar algunos hechos al lector antes de que la memoria culpable del
sacerdote llegue a ellos.
Se produce, pues, una alternancia de puntos de vista narrativos, no de narradores,
que introduce mayor amenidad en el relato, y ensancha la historia al
presentarla, no solo desde la perspectiva subjetiva y confesional del sacerdote, sino también desde una más objetiva del narrador omnisciente y una
más, la del romance, que funciona como una voz legendaria que agranda la figura de Paco, y lo convierte no en una
víctima cualquiera, sino en un héroe de proporciones trágicas.
En cuanto al tiempo del relato existe un tiempo externo, referido al tiempo
histórico en el que se desarrollan los acontecimientos narrados y un tiempo de
la narración. El tiempo externo no se menciona explícitamente, sino que queda
fijado por la alusión a un hecho único (la caída de la monarquía y el
advenimiento de la República, tampoco nombrada explícitamente sino mediante un
símbolo ─la bandera tricolor─). A partir de él podemos establecer la muerte de
Paco en 1936 y la misa un año después, en 1937.
El tiempo de la narración se desarrolla en
base a dos planos fundamentales, que se corresponden con las dos historias
mencionadas antes y, por tanto, tienen lugar en dos tiempos diferentes:
·
Un
tiempo presente, que se desarrolla en la sacristía, antes del comienzo de la
misa de réquiem. Es un tiempo estático en el que el ritmo de los
acontecimientos es muy lento. Entre la primera página (el sacerdote, ya
vestido, espera a que lleguen los fieles) y la última (el cura sale para empezar
la misa) transcurre poco más de media hora de tiempo real (lo que no difiere
mucho del tiempo real de lectura de la novela). La introducción paulatina de
nuevos interlocutores en estas escenas (al cura y el monaguillo se van uniendo
los tres caciques) rompe el estatismo y monotonía de esta parte de la novela.
La aparición del potro al final aumentará el dramatismo.
·
Un
tiempo pasado, que se corresponde con la vida de Paco, narrada a través de una
retrospección. El punto de partida de este tiempo es siempre la evocación del párroco, que en ocasiones se
produce a partir de recuerdos sensoriales ( el sonido del relincho del potro,
la sensación de frío en el bautizo o el olor de las perdices del mismo). Es un
relato no lineal, ya que se centra en una serie de escenas, que se corresponden
con momentos fundamentales de la vida del campesino (bautizo, matrimonio y
muerte), todos ellos evocados en su relación con el cura. Estos recuerdos no
afloran de manera desordenada o caótica, sino siguiendo el curso natural de los
acontecimientos. Este tiempo de la historia ocupa unos veinticinco años, desde
el bautizo de Paco hasta la misa de réquiem. La secuencia temporal no es
precisa en la obra e, incluso, en una ocasión hay una contradicción en relación
con el tiempo transcurrido (Al recordar el bautizo, se dice "Veintiséis años después, se acordaba de
aquellas perdices". Según esto, Paco muere a los veinticinco años.
Pero, en otro momento de la novela, en el episodio de la cueva, leemos "Veintitrés años después, Mosén Millán
recordaba aquellos hechos…" Como Paco era monaguillo a los siete años,
debía tener, según eso, unos veintinueve o treinta cuando muere.).
Ambos tiempos se unen a través del romance
recordado de forma fragmentaria por el monaguillo. Este romance constituye la
primera fuente de información para el lector puesto que se nos notifica la
muerte de Paco incluso antes de que haya comenzado la retrospección.
En relación al espacio, los hechos se desarrollan en una aldea sin nombre en el
Alto Aragón, "cerca de la raya de
Lérida". Es habitual identificarlo con el pueblo de Alcolea de Cinca,
donde transcurrió la infancia del escritor. Pero la localización espacial de la
historia no es exactamente realista, sino que el relato se desarrolla en una
"geografía imaginaria", una síntesis ficticia de diversos lugares
donde transcurrió la infancia del escritor, a la que el propio autor denominó “el
territorio” en el prólogo a otra de sus obras. Este concepto del espacio, más
propio de un relato épico o trágico que
la representación realista o histórica habitual en una novela, remite a la
Galicia mítica de las comedias bárbaras
de Valle-Inclán, y más
modernamente, al Macondo de García
Márquez o la Comala de J. Rulfo.
Estructura de la
obra
La obra comienza y termina en una secuencia
del presente, con Mosén Millán en la sacristía de la iglesia, por lo que podemos
decir que Réquiem por un campesino
español tiene una estructura circular. La novela no está dividida en capítulos. La
materia narrativa se organiza secuenciando las distintas etapas de la vida de
Paco por medio de los recuerdos de Mosén
Millán. Esta organización en forma de intercalación de casi una veintena de secuencias
que van del presente al pasado y viceversa constituye la estructura interna de
la novela.
En las secuencias que se desarrollan en el
presente, se repiten ciertos motivos. Uno de ellos es la pregunta del cura
acerca de si ha llegado algún feligrés para la misa y la constantes negativa
del monaguillo. Otro es la imagen reiterada del cura con los ojos cerrados. El
tercero es la intención mostrada por los tres ricos del pueblo de pagar la misa
(el último nos da la información del precio: diez pesetas, que multiplicado por
los tres da como resultado treinta monedas, las mismas que entregaron a Judas
por la traición a Cristo). Estas reiteraciones dan como resultado una impresión
de estatismo, de intemporalidad, como si el tiempo no avanzase.
En las secuencias que se desarrollan en el
pasado la narración es más ágil que en las anteriores. Entre estas secuencias del pasado podemos observar dos
partes bien diferenciadas. Las correspondientes a la infancia y adolescencia de
Paco son más parsimoniosas porque el narrador aprovecha para ofrecer un
panorama del pueblo y sus habitantes. En esta parte el fondo histórico que
subyace a los hechos narrados apenas aparece y se da una visión idealizada de
una comunidad rural y feliz.
La segunda parte, formada por las
secuencias que recogen la vida de Paco a partir de su boda, presenta un ritmo
narrativo progresivamente acelerado. Los acontecimientos históricos que
provocan los hechos narrados van adquiriendo mayor relieve y el mundo feliz
anterior se llena de miedo, violencia y muerte.
Estilo de la obra
El autor criticaba el concepto de estilo
como amaneramiento o afectación retórica. Decía que el mejor estilo era "el que no se percibe" y afirmaba
que "el que tiene mucho que decir
nunca se preocupa excesivamente por la forma". La manera de escribir de Sender se ajusta, pues, a los principios
de sencillez, concisión y naturalidad, lo que explica que la obra fuera escrita
por el autor en una semana. Con frecuencia se relaciona este estilo con el de P. Baroja, escritor al que Sender admiraba como novelista y con el
que tenía ciertas afinidades personales (sobre todo su marcado individualismo).
Tal vez la dedicación temprana al periodismo haya contribuido a la eficacia y
agilidad del estilo senderiano. En este sentido, destaca en esta novela la
serenidad ante los hechos narrados, expresados con total sencillez y falta de
adornos verbales.
Apenas encontramos descripciones, y las que hay se integran en la narración para
potenciar la tensión de la historia. Tienen un carácter funcional y en ellas se
utiliza una adjetivación escasa. Dependiendo de la trascendencia de lo descrito
son más o menos explícitas: se describe escuetamente el carasol pero la cueva,
cuyo ambiente será fundamental para la posterior evolución de Paco, es descrita
con más detenimiento. Otro lugar que se describe con cierta detención es la
sacristía (símbolo del mundo de Mosén Millán). Los personajes son descritos
igualmente de forma escueta, casi impresionista.
Las partes
narrativas presentan algunas diferencias de estilo entre sí: en las
secuencias del presente, la casi ausencia de acción se contrarresta con las
reflexiones de Mosén Millán, la sucesión de preguntas y respuestas con el
monaguillo y los diálogos con los tres personajes que van llegando. Hay un
predominio de elementos dramáticos.
En las secuencias del pasado el narrador se
va demorando en cada uno de los acontecimientos. Se hace palpable una actitud
de proximidad, de compenetración con los personajes y las situaciones.
Predomina el tono nostálgico.
Hay un cambio radical en las últimas
escenas: las atrocidades que se cometen están narradas con absoluta sobriedad,
con un distanciamiento que sorprende al lector. Predomina una actitud
impersonal.
La razón de este cambio puede ser evitar la
caída en un exceso de sentimentalismo e intentar mantener contenida la tensión.
En cuanto al diálogo, en las escenas del presente, el cura apenas hace más que
preguntar al monaguillo y escuchar sin responder a los ricos del pueblo. En las
escenas del pasado los diálogos sirven para acercar al lector los hechos
narrados y dar una impresión mayor de realismo y de inmediatez. Otras veces, el
diálogo intensifica el dramatismo de la acción. En todas las ocasiones, el
diálogo sigue la técnica tradicional: estilo directo introducido por un verbo
“dicendi”. En cuanto a la caracterización lingüística de los personajes, nos
encontramos con que los campesinos, al
igual que Paco, utilizan un habla popular cargada de frases hechas, coloquialismos
y refranes, con el añadido de algún vulgarismo. Por el contrario, los ricos
muestran mayor afectación lingüística.
El léxico
empleado en la novela se corresponde con la historia que se narra y sirve para
recrear el ambiente en que se desarrolla. En consecuencia, abunda el
vocabulario relacionado con lo religioso (vestidos y ropas litúrgicas, objetos
de culto, lugares sagrados…) y con la vida campesina (faenas del campo, árboles
y frutos, sonidos de animales…). Encontramos también abundantes ejemplos de
aragonesismos (carasol, dijenda, mosén,
pardina, diminutivos en -ico y -eta…) y catalanismos.
En cuanto a los recursos literarios, Sender sólo los utiliza para
intensificar el dramatismo de la historia. De ahí que en la novela escaseen.
Hay algunas peculiaridades del estilo del
autor que pueden deberse al influjo de la lengua inglesa. Así ocurre con una
cierta tendencia a colocar el verbo al final de la frase ("Nadie más que el padre de Paco sabía dónde su hijo estaba")
o la abundancia de uso del gerundio.
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